Javier Garcés (Zaragoza, 1959) lo tiene meridianamente claro: «Saber hacer cosas es sólo una parte, muy importante, pero sólo una parte ... Lo que hay, en primer lugar, es saber mirar». Hecha la declaración de principios, en cualquier caso, lo que queda es la adopción de un medio -la pintura- que, para un artista contemporáneo (y Garcés lo es sin lugar a dudas), no representa la opción más sencilla.
Obviar la importancia de esta decisión (podría no pintar: pese todo, pinta), no ayuda a defender (en el sentido de poner en valor) una práctica sometida a enterramientos periódicos, como mínimo, desde hace un siglo largo. Es decir: desde que un infeliz como Paul Delaroche decretó su fallecimiento (la irrupción de la fotografía, a mediados del siglo XIX, supuso un descalabro insoportable para el artista peintre atrincherado en la Academia), la pintura, entendida en su sentido más amplio, ha tenido que sentarse, con tediosa regularidad, en el banquillo. No viene ahora al caso repasar la cronología de los acontecimientos, ni recordar el nombre de los acusadores-enterradores, entre otras razones, porque casi siempre el papel que la historiografía reciente les ha reservado es fruto de un malentendido o, peor, de una lectura excesivamente literal de lo que supuestamente dijeron y escribir.
Sea como sea, sumada a la opción pictórica hay otra, si se quiere, aún más «radical»: hacerlo del natural. Javier Garcés lo llevó a la práctica relativamente pronto: «Durante mi estancia de un año en Londres -explica-, ya me centro en el trabajo al natural. De hecho, allí entendí que mi investigación implicaba alejarse un poco del ruido del mundo. La Bisbal, en este sentido, era como un lugar atrapado en el tiempo, o fuera del tiempo: sus fábricas dormidas, los obradores cerámicos en desuso, un río que casi nunca lleva agua ... Todo ello me permitía alejarme del ruido imperante y recluirme para trabajar con la calma necesaria ». Una antigua carpintería adivinaba como el espacio más indicado... Y es que la pintura de Garcés (y, por supuesto, sus dibujos) es, antes que nada, una celebración del momento y del contacto directo con las personas y las cosas, el hic et nunc entendido en su sentido más literal (aquí y ahora): «Me interesa trabajar sin filtros ni prótesis -afirma-, o con los mínimos intermediarios posibles. Mis trabajos son estrictamente analógicos: la relación entre la obra y el modelo se mantiene a lo largo del tiempo». En este sentido, el modo de proceder de artistas como Garcés tiene mucho que ver con la tarea del fenomenólogo (tan antigua como el pensamiento, aunque fue utilizada de manera sistemática para Husserl), es decir, de aquel que rastrea las cosas respetando su «aparecer», sin presuposiciones especulativas ni prótesis metafísicas de ningún tipo. El objetivo es claro: la fenomenología (según Derrida) es un gesto positivo que deja de lado los prejuicios teóricos «para volver al fenómeno, el cual, por su parte, no designa simplemente la realidad de la cosa sino la realidad de la cosa en la medida en que aparece, el phainesthai, que es el aparecer en su brillo, en su visibilidad, de la cosa misma». Se trataría, llevado al extremo, de recuperar una «experiencia perceptiva originaria» destinada, en última instancia, a reconciliarnos con el universo de todas las cosas visibles sin jerarquías previas, sin preferencias de género ni de especie, con el mismo respeto por la hierba más insignificante que para la manufactura más elaborada...
Llegados a este punto, ya no sorprende tanto que el último proyecto de Garcés le acabára llevando a los sótanos de un museo de historia natural: el encargo de realizar la ilustración de una abubilla (el pájaro, claro, que simboliza el empordanisme de [ut]) se acabó convirtiendo, después de siete meses en las entrañas del Darder de Banyoles, en una insospechada metáfora del acto creativo... «Todo este tiempo -confiesa Garcés- al lado del molde del negro y rodeado de animales disecados me sirvió para conectar muy íntimamente con lo que dibujaba y conmigo mismo. Creo que lo que comparto con el taxidermista es la preocupación epidérmica: estamos convencidos de que todo lo que podemos explicar es en la piel. El festín del dibujante (que es como se habría podido nombrar, también, el sueño del taxidermista) coloniza el espacio del espectador gracias a un hecho muy poco habitual: «Es la primera vez -dice el de la Bisbal- que expongo en un mismo espacio la pieza finalizada y el modelo de donde ésta sale». La posibilidad de rastrear el diálogo realizado por el artista vendría a ser el gran mérito del último proyecto de Garcés: recuperar una concepción del tiempo y de la mirada que se encuentra en franca recesión.
De eso se trata: el dibujo -que él trabaja en grandes formatos-, la pintura o la escultura de Garcés implican un proceso de conocimiento que se explica en términos de duración. La lentitud en la ejecución de sus obras, junto a las largas jornadas de observación que llevan asociadas, implican una maduración sensible que, gracias a la falta, como decíamos, de prótesis metafísicas y prejuicios teóricos, desemboca en aquella anhelada experiencia perceptiva originaria que nos reconcilia con el conjunto de fenómenos visibles. Para comprenderlo, debería ser suficiente observar el vuelo de una abubilla.//