Se hace difícil abarcar a una creadora como Pilar Farrés, no tanto por sus trabajos concretos, construidos minuciosamente gracias a su insólita sensibilidad poética, como por la multitud de registros que adopta su práctica artística, especialmente cuando se desplaza al territorio de la curaduría o, más aún, cuando se oculta para dar voz a quienes a menudo no tienen. En un mundo, el del arte, en el que los egos no paran de crecer, Pilar Farrés parece haber emprendido un camino en dirección contraria: proyectos como Empordoneses, Treinta miradas de un espacio indiscreto, Memorias o Noche tienen en común la suya naturaleza plural o, por ser más precisos, la reivindicación de la comunidad creativa. Por su parte, Farrés se define con pocas palabras: «Artista ampurdanesa multidisciplinar».
Pilar Farrés tiene su centro vital y creativo en Castelló d'Empúries. Queremos decir que es en esta mítica localidad (todo el Empordà parece emanar, con epicentro catedralicio, de sus piedras) donde el artista se arraiga. Y se aterriza: el paisaje siempre está presente en sus trabajos, pero no en la versión ingenua (la que pretende abarcarlo totalmente) sino que se hace visible a través de fragmentos, de recortes de mundo que el artista manipula casi como si se trataran de exvotos. El viaje creativo de Farrés comienza así: en una discretísima rama, en un insignificante guijarro, en unas terracotas elementales, o en unos papeles tan frágiles que parecen hechos de viento... El viaje se inicia de esta manera, pero la suya existencia está marcada por la voluntad de despliegue: la capacidad para ir de lo más simple a una esfera trascendente vendría a ser, en última instancia, la nota más característica de esta autora. O quizás no. La idea es que Farrés no termina en Farrés. El despliegue del que hablábamos a propósito de las cosas tiene el correlato en la personalidad del artista. El mejor ejemplo nos lo regala, posiblemente, el proyecto de exposición colectiva Empordoneses: planteada en un primer momento como una iniciativa limitada por cuestiones de género (de ahí el «mujeres» inscrito en Empordoneses) enseguida optó por centrar en lo que es realmente capaz de generar «comunidad», a saber, el sentimiento de pertenencia a un colectivo que corre el riesgo de normalizar (convirtiéndola en crónica) la precariedad que afecta al sector. En palabras de Farrés: «Empordoneses funciona sobre la base de un hilo conductor que cada año es diferente, pero que siempre está vinculado al cambio social que vive el mundo: los refugiados, la crisis, el reciclaje… A partir de este leitmotiv , los más de cien participantes que en cada edición toman parte, sean artistas consolidados o estudiantes de los institutos de Figueres, crean las piezas que se exponen.» La última edición, que es la decimotercera, certificaba la madurez de una iniciativa que, entre otras muchas cosas, sirve para recordarnos, año tras año, que el origen de todo ello está en las personas y en su capacidad para relacionarse.
Y es que la comunidad es lo que está en juego (en el sentido de que corre peligro): como muy bien señaló Charles Taylor, uno de los filósofos de referencia para el comunitarismo, para adquirir una identidad personal es necesario un previo proceso de socialización, integración en una comunidad, donde es posible la acción de reconocimiento en la que se basa toda identidad. Es decir: para tener una existencia singularizada, es necesario poseer una existencia común, pertenecer a una comunidad que, a su vez, ensalce el valor de lo emotivo, tradicional y biográfico, frente al frío y abstracto racionalismo (a menudo disfrazado de universalismo cool). Ni que decir tiene que la «construcción» de la comunidad ocurre al margen de las políticas oficiales: lo que motivará nuestra capacidad para asociarnos es una sutil forma de reconocimiento que no deja de ser dialógica. Como dialógica es la relación que Farrés mantiene con otros artistas en varios proyectos «compartidos». En este caso, el mejor ejemplo es la muestra Nit, que presentó a principios de año en Ca l'Anita de Roses: fiel al compromiso con el desplazamiento, Pilar Farrés dialogaba con Jaume Geli (ya la inversa) con el objetivo entretejer dos extremos en forma de obra. No se trataba de defenestrar el «yo» ni de vindicar al «otro» (opciones, por cierto, hoy muy de moda) sino de dar forma a ese «otro yo», diferente e igual al mismo tiempo («héteros autoso» ), que Aristóteles asociaba al concepto de amistad. Pues eso: la única manera de andar a tientas es hacerlo como los ciegos de Maeterlinck (o los de Saramago), es decir, cogidos de la mano. Caminar confiando en el otro e ir recogiendo, como decíamos, recortes de mundo que bien podrían ser los restos del inevitable naufragio: el océano, que todo lo digiere, incluso el tiempo, deposita cuidadosamente en las playas tesoros y trastos que sólo el artista es capaz de resucitar.
Mencionábamos al inicio del artículo otras iniciativas de Pilar Farrés como Treinta miradas de un espacio indiscreto o Memorias. Son este tipo de trabajos colectivos los que, finalmente, certificarían aquella capacidad del artista para ir de lo más simple a una esfera trascendente: supervivientes de la Guerra Civil que pueden verbalizar los recuerdos (o la reconstrucción de sus recuerdos) , o una colección de miradas fotográficas dirigidas a las azoteas y desde las azoteas, hacen referencia a la singularidad humana, la que nos permite vivir atrapados entre el acierto y el error, entre la realidad y los sueños (con todos sus fantasmas). En palabras de Farrés: «Toda memoria es una construcción sutil y al mismo tiempo compleja que combina recuerdo y olvido».