Víctor Dolz (Begur, 1945) es un artista casi secreto. Indiferente a la comedia que el mundo del arte nunca se cansa de representar, él pinta, de forma constante y metódica, en sus estudios de Begur y Palafrugell algo al margen de todo, sin prisas y con la conciencia de estar haciendo justamente lo que necesita hacer. Como en sus obras, donde todo tiende a volverse esencial, Dolz administra cuidadosamente las palabras, pero se muestra generoso cuando el espectador se aproxima a sus trabajos con el despojo que...
Ni rastro del azul del cielo o del mar de Begur en las pinturas de Dolz. Ni rastro, tampoco, de los alcornocales o de los terraprims entretejidos por Pla en El cuaderno gris. Ni rastro, por supuesto, de una determinada visión del paisaje ampurdanés (entendido en un sentido esencialmente escenográfico) que encontraría sus raíces en aquella Escuela de Figueres encabezada por Joan Núñez (con permiso de Ramon Reig y Josep Bonaterra) que quiso representar una llanura de atmósferas nítidas y nubes deshilachadas y que Dalí, el gran monstruo digestor, llevaría hasta las últimas consecuencias... De todo esto, ni rastro. Y es que Dolz, antes que cualquier otra cosa, es alguien que se sitúa naturalmente al margen de los espectáculos brillantes que a menudo la pintura celebra: su Empordà, en caso de existir, se encuentra detrás de capas de memoria o, quizás mejor, oculto a las profundidades abisales contenidas en los ojos de todas las personas que él, de forma incansable, retrata.
Pintor de miradas abisales podría ser la primera estación de un hipotético viaje al universo Dolz. Miradas abisales que son como esferas de cristal que no contienen ninguna promesa de futuro sino más bien todo lo contrario: pasado que se arremolina como una tormenta tropical y que, en su centro convulso (que también es un «ojo»), contiene el anfiteatro en el que se representa la tragicomedia del mundo. Es un lugar «donde todo está presente» como el descrito por el poeta Antoni Clapés: «La luz primera / la aurora que desvela la cortina de las palabras / bosques como estandartes / la soledad compartida / un diorama de montañas / el vuelo detenido de un halcón», es decir, partículas elementales que se rebelan contra su destino de limonero, de sedimento estéril.
Todos tienen nombre. Queremos decir que todos los rostros y todos los cuerpos representados por Dolz, todos, insistimos, tienen un nombre que les cuelga como la etiqueta imperfecta que intenta describir (ya no contar), con pocas letras, la complejidad de los destinos singulares. Dolz, en este sentido, forma parte de una tradición (por más que su mirada le impugne) que es la de los rostros pintados. En este sentido, se hace difícil no pensar en ese célebre paseo que daba Antoine de Roquentin, protagonista de La náusea de Sartre, por la galería de retratos del Museo de Bouville: abrumado por el alud de miradas embalsamadas, Roquentin sentía una profunda angustia provocada por la visión de unos seres que habían intentado rehuir la contingencia propia de los mortales. Se trataba de hombres-rostro presentados en su «estallido de derecho» («éclatant de droit», escribió Sartre) que pretendían convencer al espectador de su singularidad otorgada por una instancia superior a la que, por supuesto, nadie tenía derecho a pedir cuentas: «Palpitaba en sus ojos brillantes un anhelo de realidad en estado sólido. Solo era un ejercicio de pura apariencia, de ambición desmentida por la historia», nos recuerda el poeta Luís García Montero.
Nada más alejado del universo Dolz (el mismo apellido del artista parece negar, con la zeta final, la versión azucarada de un «dulce» que le sería absolutamente ajeno): el artista de Begur sabe muy bien que ambición siempre sucumbe al juicio implacable de la historia. También sabe, obviamente, que la carne es un contenedor imperfecto y, al mismo tiempo, un contenido. Por eso su materialismo tiene mucho que ver con ese materialismo psicológico de Artaud según el cual «la mente absoluta es también absolutamente carnal». En palabras de Susan Sontag: «Su depresión intelectual -escribe en Under the Sign of Saturn- es al mismo tiempo la más aguda depresión física, y cada afirmación que hace sobre su conciencia es también una afirmación sobre su cuerpo. En realidad, lo que causa el incurable dolor de la conciencia en Artaud —y seguramente también en Dolz— es, precisamente, esa negativa a considerar la mente al margen de la situación de la carne. Lejos de estar descarnada, su conciencia martirizada es fruto de su relación inconsútil con el cuerpo».
Unos cuerpos que empezaron pletóricos de materia, de pintura-carne, que los retenía firmemente anclados a la superficie del cuadro pero que lentamente, progresivamente, se fueron adelgazando, perdiendo densidad física a cambio de otro tipo de densidad, digamos- psicológica, pero en cualquier caso mucho más sutil que su antecesora. La omnipresencia de los jefes se imponía a la pesadez de los cuerpos. La idea la expresa a la perfección el gran Michel Tournier: «Siempre he sospechado que la cabeza no era más que un balón hinchado por el espíritu (spiritus, aire) que levanta el cuerpo y lo mantiene en posición vertical liberándolo , al mismo tiempo, de la mayor parte de su peso. Gracias a la cabeza, el cuerpo es espiritualizado, descarnado, suprimido.» La decapitación, por supuesto, vendría a demostrar la opinión de Tournier: «Afirmo solemnemente que un cuerpo sin cabeza pesa tres o cuatro veces más de lo que pesaba en vida.» La pintura de Dolz también gana peso a medida que pierde materia.