En 1986 las lagunas costeras de la Pletera, entre la playa de l'Estartit y los campos de cultivo de las Deveses, desaparecieron por la construcción de un paseo y seis manzanas de viviendas en primera línea de mar. Al cabo de unos años el Ayuntamiento de Torroella de Montgrí y l'Estartit apostó por desurbanizar la zona y recuperar el espacio natural. De 2014 a 2018 aplicó el proyecto Life Pletera y el resultado demuestra que, a pesar de la presión urbanística, todavía es posible rescatar zonas alteradas y su plena funcionalidad ecológica.
Me he levantado temprano y camino bajo la tiniebla de un cielo nublado que deja entrever un recorte de estrellas. Sólo he tenido que superar el sueño de primera hora, pero la compensación que recibiré es mucho mayor. Vale la pena sacudirse la pereza y saltarse el horario habitual para vivir experiencias que nutren el espíritu. Ver nacer el día junto al mar es una de ellas. He escogido el espacio natural de la Garganta del Ter, un mundo de dunas y marismas donde el agua del río se vierte en la barriga del mar en un acto de fusión, un maridaje que fluctúa según los caprichos de las lluvias y el juego sinuoso de la arena. La noche todavía se mantiene en el horizonte y las sombras cubren las lagunas y balsas, rodeadas de juncos, salicornias espesas y tamarindos, árboles resistentes y magníficos. Es un recorrido que enlaza el mirador de la Pletera y la desembocadura del río. Quiero liberarme de emociones acumuladas y de pensamientos repetitivos... Mientras me acerco a la playa, dejo ir todo lo que me pesa y ya no me sirve para aprender ni seguir avanzando. Los tamarindos me acompañan en el camino, medio a oscuras, mientras observo la silueta de las islas Medes y la luz del faro que ilumina las rocas. En el horizonte se adivina un hilo de luz.
Sólo es posible acercarse a la naturaleza cuando desaceleras el ritmo y encuentras tiempo para contemplarla. Yo también era de quienes piensan que viajar lejos permite esquivar mejor la rutina, como si la lejanía geográfica fuera la única forma de romper con lo cotidiano. Pero, en realidad, se trata de saber tomar distancia de los pensamientos, de no tener miedo a viajar adentro y de encontrar espacios de desconexión en cada instante. En el fondo del horizonte brilla una claridad muy tenue. Puedo ver la playa que se despliega frente a mí y la boca del río. Me descalzo para ir hasta la orilla y caminar un poco, sintiendo cómo los pies se hunden en la arena, sin perder de vista la brecha perlada de horizonte que presagia el amanecer. En ese momento el día es una página por abrir que pronto se hará luminosa. En la primera claridad, inicio un saludo al sol como las que llevo años practicando en las clases de yoga. Ahora sí, la luz comienza a explotar en rayos violetas sobre el mar. Me siento en la arena, en posición de loto, para contemplarlo todo. Las Medes se perfilan claramente y la luz lilosa tiñe al cielo. Me inunda la sensación de formar parte de este paisaje cósmico, de estas islas y del sol que se deja entrever detrás de las nubes. Por un rato mantengo los ojos abiertos, atenta a la propia respiración, que va y viene como las olas del mar. Inhalo vida y exhalo todo lo que ya no quiero. Pongo la atención en el ahora y el aquí. Procuro no engancharme a ningún pensamiento, trato de estar presente, mientras el sol hace el acto espontáneo de salir y todo se va iluminando.
El ambiente fresco despierta los sentidos -la tramontana de días atrás se ha fundido y el aire está calmado-, ya no siento los aguijones de la arena fría ni otra sensación que la de serenidad. Los pensamientos se aquietan. Me envuelve la belleza, me siento viva. Parece como si en mi interior se forme otra constitución, como si ya no necesitara nada, más allá de las sensaciones del momento. Vibro con el sol que se levanta sobre el agua, con las marismas y balsas, con el río que transcurre pausadamente en la armonía de ese instante. Ahora el sol despliega el pelo violáceo y sonríe, como si todo se tratara de una joya, de una creación. Siento pájaros que despiertan y pian hacia el lado de las balsas. Quién sabe si son senderos patinegros de los que viven en este paraje. Imagino a las tortugas de estaño, el pez fartet que cría. Trato de seguir inmersa en la calma. Pero todo lo que se quiere retener escapa. Y me siento impelida a andar de nuevo y abrazar el paisaje con la mirada: las islas, las nubes deshilachadas, la luz tamizada son de una gran belleza. Me giro de cara al río Ter, que baja sosegadamente, y me dejo llevar por el instinto: cojo guijarros, pequeñas piedras que el agua ha desgastado, y las arrojo al río tratando de llegar lejos. Me siento como la niña que fui y que todavía vive en mí. Recuerdo al poeta Joan Vinyoli: “Arrójate a la noche./ Escucha los pájaros, mira el día/ cómo nace./ Vuelve a ver las cosas/ en los ojos de un niño./ Vuelve a leer en los libros/ ahora que es tarde. / Tienes que hacer otra vida”. Delante de mí se extiende una playa que se alarga desde la Punta del Molinet y el Cabo de la Barra del Montgrí hasta la Punta de la Cruz de Begur.
De vuelta, siguiendo el camino de barandillas de madera, observo las lagunas litorales y el mirador de la Pletera. Me voy con la convicción de que hacer cosas como ésta fortalece el estado de ánimo. Contemplar el amanecer es una experiencia emocional cuyo clímax tiene el punto máximo de elevación cuando el sol saca el ojo por el horizonte borrando las sombras. A menudo nos lo perdemos por culpa de los horarios, el sueño o la pereza, pero madrugar así nos predispone a tener un buen día. Cada amanecer que iniciamos es un regalo de la existencia. Ya en el coche, escucho la canción de “La casa del sol naciente” de Bob Dylan.