Pronto por la mañana, el olor del verde y la frescura de los campos de mayo nos conduce hasta la orilla del río Ter. Dejemos la noche atrás para que reine en otras partes del mundo. Nosotros, temprano, decimos buenos días. Por el retrovisor vemos al Montgrí durmiendo majestuosamente, su corpulencia haciendo sombra en la estepa florida. Huelo el regusto de la primavera mientras las distancias se van acortando. Hoy podré perder los puntos de referencia, desmontar el paisaje en una cartografía de líneas y formas, texturas y colores; podré volar alto, como un pájaro sin alas.
En el horizonte de la bahía el mundo parece infinito, pero me pregunto cómo será sobrevolarlo. Reconozco los límites de piedra y el mar en todas sus facetas. Las ondas que embisten, que tragan, que mojan. La lluvia y la sequía. La cima en la que descansa un castillo vacío, erosionado por el viento. Los Pirineos funden el último rastro de nieve de este año.
Unas velas gigante de colores brillantes que crecen con aire, pegadas a un baúl de mimbre, se elevan con el fuego. Sigo las señales que me hacen con el brazo para que me apresure, que la mañana transcurre rápido y la calma de esta hora huye y no vuelve. La cesta se levanta y en poco tiempo nuestros pies ya no están anclados al suelo. Allí arriba todo depende del viento, no hay nada que nos detenga, no se sigue ni el norte ni el este. Volar es desplegar la vela, atreverse a naufragar en este mar sin olas y atravesarlo.
El toldo amarillo se levanta como un astro hacia el cielo. El mar Mediterráneo deslumbra como una lámpara. La vida en el Empordà está en pleno renacimiento. El mar está quieto como el cielo. El primer golpe de viento de la mañana ha levantado un murmullo, como un suspiro que difumina los horizontes de esta cartografía. Viajamos en la cola del viento y eso significa que dentro no se oye ningún ruido, al igual que debajo del agua, el rumor de los humanos desaparece. Todo lo que sucede en las venas de este mapa que sobrevolamos en globo parece un artefacto insignificante.
Por donde pasamos destacan las texturas del campo ocres, amarillentas y fértiles de vida. Cómo se crean triángulos y formas geométricamente cuadradas, que no son áridas ni de vértices agresivos. Quisiera mimar con las manos a este atlas que parece hecho de terciopelo, lino y esponja. Mojarlas en la gran balsa de agua salada que parece hecha de oro y magia. Tomar una de las islas Medes para llevármela a casa. El mundo se ha rehecho a pedazos en una alfombra y la traza del hombre es indiscutible. Desde mi altura, sigo con el dedo el recorrido de serpentinas que hace el Ter y las fronteras de campo a campo.
La caída es gentil sobre un terreno de flores silvestres cerca de Púbol, pero podría ser cualquier sitio. El viento ha querido llevarnos. No somos bestias de cielo, no nos corresponden esas alturas, pero las hemos podido probar. Cuando volvemos a sentirnos anclados sobre la tierra, la escalera de la medida vuelve a agrandarse. El ruido vuelve a ser ruido. La calma que hemos oído en el globo es irrecuperable, como el despegue. Continuaré siendo un pájaro sin alas, pero he visto el Empordà de arriba.