Camila Cañeque (Barcelona, 1984) se mueve con comodidad entre la performance, el vídeo, la instalación y la escritura. Con una mirada desencantada, en sus trabajos explora temas como el aislamiento, la alienación o la fatiga para cuestionar el ritmo frenético que caracteriza nuestra sociedad.
Has vivido en São Paulo, en un pueblo de Lituania, en Nueva York... pero has pasado mucho tiempo aquí. ¿Qué es para ti el Empordà?
Cuando me mudé al Empordà, tuve la sensación de haber llegado al destino correcto y de no saber qué hacer con ello. Como le pasó a Candide cuando visitó El Dorado, el Empordà era un lugar que, precisamente por ser el mejor, era insostenible. Algo parecido a una incapacidad de estar bien en el paraíso. Por suerte, ese estado duró poco y los dos años ininterrumpidos que permanecí aquí fueron fantásticos: aislamiento, animales, vegetales, el cielo, buenos vecinos y visitantes. Con el tiempo, se ha convertido en el lugar al que regreso, donde están mis libros y, por extensión, mi casa.
En 2013 realizaste un proyecto que te llevó a cruzar Estados Unidos de costa a costa durante 27 días vestida de sevillana y una cámara como único acompañante. ¿Pasaste miedo?
En el traje hay algo de protección, de armadura. Si una noche, en la negritud de una autopista de Texas, un asesino fuera conduciendo un camión y de repente se encontrase a una flamenca, el conductor no la mataría.
¿Qué fue lo más raro que te pasó?
Lo que a mí me pareció más extraño sucedió otra noche, en un karaoke a las afueras de un pueblo de Nevada. Un hombre sugirió que la flamenca tenía que bailar en Las Vegas, que él era el encargado de un teatro, que me pagarían mucho dinero. A pesar de ser una bailarina disfuncional y de no creer en su hipotético poder de influencia, acepté la propuesta y me fui a Las Vegas.
¿Volverías a hacerlo?
Que tus días consistan en superar las diferentes pruebas de una yincana distribuidas a lo largo y ancho del territorio estadounidense es algo que, si pudiera, volvería a hacer, una y otra y otra vez.
Fue también el año en que te «censuraron» en ARCO. Entraste y te tumbaste boca abajo vestida de flamenca junto a unos versos del Romancero Gitano de Lorca. A los pocos minutos, los de seguridad pidieron que te fueras por no haber pedido los permisos necesarios...
Para atreverme a hacer la performance realicé un largo ayuno y me encontraba en un cierto estado de confusión que desembocaba en eso que llaman «liminalidad». Aquel día, a pesar de no haber pasado muchas horas inmóvil, la dimensión de aturdimiento se produjo idéntica y se le sumaron el susto que me pegó el vigilante con su walkietalkie, un mix de vergüenza y honor fruto de la cadena de reacciones exaltadas a mi alrededor, las ganas de irme a casa y de comer algo.
Además, tu pieza Dead End quería simbolizar la muerte de España, diría que es una obra visionaria.
Con la performance del callejón sin salida quería evocar una cuestión más universal, una situación de agotamiento generalizado, no solo del arte y las industrias culturales, sino del sistema en su conjunto.
Después de dedicarte sobre todo a la performance, recientemente has dado un vuelco hacia obras objetuales. En tu última exposición en la galería Hans&Fritz de Barcelona pudimos ver varias esculturas hechas con materiales povera y algunas pinturas. ¿A qué se debe el cambio?
He necesitado asimilar mi investigación en primera persona para poder empezar a transformarla en algo material, externo e independiente de mí.
¿Y el charco? Era el leitmotiv que hilvanaba la exposición...
El charco es una imagen de parálisis ante la deriva descontrolada que lo rodea. Es también aislamiento, agua estancada. Pero, además de lo que representa, yo pienso mucho en el lugar de destino del charco. Lo imagino en un futuro, en un salón, en un contexto en el que no se podrá ni se deberá salir de casa. La gente tendrá un charco que emule el paisaje natural, urbano y suburbano, del pasado, y lo regará una vez a la semana. Esa dimensión de anticipación imaginaria es la que más me interesa.
La titulaste Máquina Total. A la gente de nuestra generación ese título le hace pensar inevitablemente en esos recopilatorios de música «chunda-chunda» que, entre otras cosas, dieron a conocer a Chimo Bayo. ¿Coincidencia o premeditación?
Hay una cierta conexión entre lo que nos tocó bailar y lo que nos toca recoger. El título quería reunir en una misma habitación esos dos universos. Por una parte, el pasado reciente de fracaso de utopías políticas y bakalao. Por otra, la inactividad aséptica y robótica del post-confort.
De hecho esta exposición quería ser un ralentizador de nuestro ritmo de vida. ¿Esta necesidad de detenerse tiene alguna cosa que ver con tu traslado «a la ciudad que nunca duerme»?
Nueva York es buena para la circulación de la sangre. Es un lugar en el que se revelan de forma muy evidente los síntomas de nuestra sociedad y, en este sentido, es un buen contrapunto para mi trabajo de campo. Al ser una ciudad hiperactiva, imparable y megapoblada, resulta una isla paradigmática para llevar a cabo mi investigación sobre inactividad, cansancio y aislamiento. También es un lugar que me gusta porque es fácil sentirse muy pequeño, y desaparecer.
Llega el verano. Parece que todo debería ir a un ritmo más sosegado. Sin embargo, sentimos la necesidad de rellenar nuestras agendas al mismo ritmo: viajar, visitar lugares en los que no hemos estado...
Muy pronto los desplazamientos físicos serán sustituidos por los psicológicos, injertados en nuestro cuerpo, así que hay que aprovechar lo que queda.
Para terminar, ¿una obra de arte a la que admirar?
El enfermo de Darío Villalba es la obra que admiro a día de hoy.//