Vivimos tiempos de confusión y falta de armonía. Cuando parecía que la pandemia se apaciguaba se despertó el monstruo de la guerra. El Moloch que el poeta Allen Ginsberg decía que destruía las mejores mentes de su generación. Aquellos que creían en la utopía y que fueron los primeros en poblar el Empordà como si fuera una nueva Arcadia en la que hacer renacer los cantos de libertad.
El hombre sin espiritualidad se ahoga, decía nuestro Raimon Panikkar desde su retiro de Tavertet. Somos mucho más que nuestra mente, pero tenemos tendencia a olvidarlo y dejar que los razonamientos nos ahoguen. Disciplinas como el yoga, el tantra, la vedanta o la visión holística del ser humano nos lo recuerdan y, por eso, cada día ganan más adeptos.
Debemos aprender también a fluir en el Tao, en el cambio permanente, porque ésta es una de las pruebas que nos ha llevado la pandemia. Saber vivir en la impermanencia. La crisis está en la mente que siempre quiere un plan fijo y establecido. Como recordaba el sabio hinduista Krishnamurti, en uno de sus mejores libros llamado "La libertad primera y última" (Ed. Kairós, 1996), queremos afrontar una realidad cambiante con una mente rígida. Por tanto, debemos ser capaces de flexibilizar nuestros razonamientos y volvernos más tolerantes. La cuestión pide enfocar nuestra mente y nuestro corazón a ver el mundo tal y como es y no cómo creemos que debería ser.
Ante la tendencia de querer que las cosas vuelvan a ser como antes, debemos cogernos al presente, aquí y ahora, valorando las pequeñas y grandes cosas que tenemos, buscando la armonía interna y no tanto la externa . Más que acumular y tener, debemos transitar hacia el ser. Tal vez, no podemos controlar los movimientos de las élites del poder en su empeño de exprimir el mundo, pero somos libres de viajar a nuestro interior y conectar con la vitalidad de la persona que somos. El principal obstáculo es el miedo, la gran figura de estos tiempos que nos quieren sumisos y obedientes, pero como marca el camino del bodhisattva, tenemos el derecho a despertar y gozar de nuestra libertad interior.
Las filosofías orientales nos muestran otra concepción del tiempo, que no es lineal sino circular, donde la vida no se contempla desde el miedo a la muerte, pensándola como un final absoluto, sino como una vuelta al origen. No hay principio y fin, todo vuelve. Somos lámparas de fuego de un gran fuego universal al que un día volveremos, gotas de agua del mar maravilloso de la creación. Cada instante cuenta y es importante vivirlo con alegría, y no con la angustia de lo finito. Quitarse cada día sin miedo a la muerte es una de las mejores formas de celebrar la vida.
Es tiempo de andar hacia el autoconocimiento para no caer en la psicosis que nos rodea. La mente crea realidades y todo lo que nos nutrimos nos condiciona. La sobredosis de telediarios e información, y la dispersión de las redes sociales, nos lobotomiza y anestesia. Es necesario volver a conectar con experiencias reales tanto individuales como de comunidad. Salir, relacionarnos, celebrar la llegada del verano y al mismo tiempo tener tiempo para nosotros, meditando con la puesta de sol o al despuntar el día.
Parece que vivimos en una película postapocalíptica o distópica, pero en cada instante presente tenemos la oportunidad de reconstruir nuestra realidad. Lo importante es encontrar la armonía y la libertad interior. Por eso necesitamos conciencia y arraigo. Gozar de la vida, estando en el presente, conectar con el territorio y nuestro paisaje interior. Más que un filme de zombies destripados como "Last train to Butan" (Yeon Sang-ho, 2016) o el angustioso "Don't look up" (Adam McKay, 2021), podemos volver a reencontrarnos con la sabiduría taoísta de Dersu Uzala ( Akira Kurosawa, 1975) o la vitalidad mediterránea de "Zorba, el griego" (Mikis Theodorakis, 1964).
Desde la experiencia propia de los años vividos en el Empordà, la tierra donde tuve el privilegio de crecer, entre Sant Martí d'Empúries y Cinc Claus, puedo decir que no hay nada como una vista sobre la miranda viendo el golf de Rosas con sus cielos morados, un paseo por el solitario Cap Norfeu o una subida al Montgrí, para sentir la plenitud interior disfrutando de un horizonte que siempre habla con sabiduría y una luz reveladora.
El latido del viento, el olor del mar y las nieblas de los fuegos que se encienden de buena mañana…
El paisaje exterior condiciona el mapa interior de nuestra conciencia.
Los espacios abiertos hablan de libertad y aunque nuestro país sea tan pequeño, su extensión es infinita. Mientras, la fuerza de la tramontana nos recuerda que todo es cambio.