Hace casi cuatro décadas que Hiroshi Kitamura (Hokkaido, 1955) dejó atrás el su mundo para familiarizarse con la mirada occidental. La pintura de los grandes maestros —como Goya, Picasso o Miró— y la arquitectura de Gaudí le llevaron a un universo mediterráneo que todavía explora desde el paisaje de Camallera. La síntesis de mundos no puede ser, en apariencia, más extraña: el Tamari-e de Kitamura, basado en el fluir natural de los elementos pictóricos, poco tiene que ver con la tradición ibérica, a menudo condicionada por el dramatismo de la propia historia. Sin embargo, las contradicciones, insistimos, sólo son aparentes…
De hecho, Kitamura nació en un momento clave para el arte nipón: en la década de los cincuenta, Hiroshima era todavía una herida abierta para el pueblo japonés. Se trataba de una escisión que, además, tuvo en su origen fulgurante el perfil de una seta gigantesca imbuida de una inquietante forma de belleza atómica, orgánica, que nacía hermanada con la destrucción (una imagen expresada, mejor que nadie, por el cineasta Shohei Imamura en su sensacional película Doctor Akagi). Éste fue, por ejemplo, el origen de colectivos renovadores como grupo Gutai, que nació en Osaka en aquella época como respuesta activa, «concreta», a las diferentes formas de alienación que podía adoptar la cultura de la negación , refugiada sobre todo tras el consumo voraz y la idea narcotizante de un progreso indefinido de resonancias babélicas (elementos, por otra parte, de una vigencia inquietante). Artistas como Shiraga Kazuo, Murakami Saburo, Tanara Atsuko o Kanayama Akira entre otros, optaron por "ser conscientes" de la ruptura desde la que se veían obligados a actuar y, en este sentido, apostaron por un arte directo, descarnado y hecho de una inconfundible mezcla de inmediatez y eternidad.
Éste es el sustrato o el punto de partida de Kitamura: una sociedad escindida entre las bondades de la tecnología y la memoria trágica reciente; una sensibilidad exquisita inseparable del budismo zen obligada a convivir con la velocidad frenética del presente; dos universos, en definitiva, muy difíciles de reconciliar… Quizás por eso, el azar, que a menudo tiene un sentido del humor bastante curioso, hizo que el viaje de Kitamura no empezara de la mejor manera posible: en Suiza, donde hizo la primera parada, debía reencontrar viejas manías (presididas por la ordenadora) pero con un rostro y un pasado diferentes, es decir, los de un país sin memoria acostumbrado a disimular la indiferencia tras la excusa de la neutralidad. Por suerte, la voz de los grandes maestros de la pintura ibérica (encabezados por el genio de Goya que, como el de Orfeo, renació tras descender a los infiernos), junto con la fascinación que suscita Gaudí en la sensibilidad nipona, alejaron lo del paraíso helvético en dirección a su perfecta antítesis, a saber, la encarnada por aquella "Península inacabada" de Gaziel que navega a la deriva, desde hace siglos, como un iceberg o "rayo de piedra" inmenso (haciendo buena la perenne metáfora de Saramago).
Por suerte, Kitamura no le bastó conjurando la asepsia de la primera etapa de su periplo: «Cuando digo que quería conocer occidente quiero decir que me interesaba la vida de las personas. Nunca me han seducido los grandes relatos, sino las pequeñas historias domésticas: saber qué cocina y come la gente, entrar en los hogares sin filtros y compartir los espacios vitales me parece fundamental». Y es que la «búsqueda de los orígenes» iniciada por el artista de Hokkaido aún debía llevarla más lejos (o más al centro): «La posibilidad de emprender una búsqueda de las primeras pinturas ibéricas se convirtió en algo fundacional : el arte rupestre descubierto tras largas caminatas y oculto en cuevas y grietas impensables supuso una auténtica revelación y, en cierto sentido, un reencuentro». ¿Qué reencontraba Kitamura? Pues la misma forma de libertad incorrupta que, alrededor de 1921, impele a Torres-García a afirmar cosas como estas: «Que todo el arte realmente puro vaya hacia un primitivismo en el que la idea domina la apariencia, tal como en los dibujos de los hombres primitivos […] hace que sea contrario al llamado arte serio: primitivo, humilde en la materia, simple, profundo y expresivo, porque tiene su origen en la intuición, en el subconsciente, y es libre…»
Para entendernos: la búsqueda de los primeros albores de la humanidad que ensaya Kitamura en sus obras se hace eco de una pérdida o, quizás mejor, de la escisión fundamental acaecida entre el hombre civilizado y el paisaje de sus ancestros . Y es que, en última instancia, todos procedemos de un tiempo de feliz comunión llamado infancia: «Cuando todavía era posible dirigir mi corazón hacia el sol, / como si él oyera su voz, / y consideraba hermanas a las estrellas», rememora a Hölderlin en una de sus odas más tempranas.
Sea como fuere, en el origen del mundo también se encuentra, según Michon, el origen del arte. Por eso Kitamura hace años que optó por depurar su obra de todo aquello que fuera ajeno, empezando por la tradición artística y acabando por los materiales utilizados. El ramaje que él hace renacer en forma de escultura es el sobrante de la poda, materia extirpada para permitir un mayor despliegue de la vida: como en el ikebana (arte de arreglo floral característico de la cultura japonesa), la rama también es raíz en la medida en que señala los ritmos secretos que la mantienen unida al bios entendido en el sentido que dieron los presocráticos, es decir, como principio unificador de alcance universal (hoy llamaríamos «bosón de Higgs»).
La utilización, cuando opta por el dibujo o la pintura, de colorantes de nueces, nácar, pasta de oro o tinturas naturales, debe ser vista de forma análoga: se trata de actualizar la lección aprendida en la penumbra de las cuevas, de recuperar la mirada de unos artistas arquetípicos que, en lugar de perseguir a su yo, se esforzaban por hacer visible el ser de todas las cosas, las visibles, pero también de las invisibles. El mejor resumen de todo ello nos lo regala la técnica del Tamari-e: dejar que los tres elementos pictóricos (agua, pigmentos y papel) se relacionen libremente; aplazar el propio gesto en beneficio de unos ritmos naturales que nos trascienden... Visto así, Camallera no está tan lejos de Hokkaido.