Hace exactamente una década, justo antes de ganar el Premio de Pintura de la Fundación Vila Casas (2013), la artista Lídia Masllorens, demostrando encontrarse a años luz de cualquier forma de estridencia ególatra, se definía de la siguiente forma: “ Nací en Caldes de Malavella en 1967. Actualmente vivo en Cassà de la Selva y trabajo como profesora de dibujo en el instituto de Llagostera. Obtuve la licenciatura en Bellas Artes en 1991. He ampliado los estudios de pintura con otros de fotografía, grabado, escultura en piedra y escultura de gran formato”.
Pero esto, como decíamos, fue justo antes de ganar el Premio que, en sus palabras, le cambiaría la vida: “Yo no sé —afirma el artista— si la gente es consciente de la importancia de determinados premios artísticos, como por ejemplo los de la Fundació Vila Casas, pero a mí me cambió la vida. Justo después llegaría un galerista, Miquel Alzueta, que comercializaría mi obra y, de este modo, haría posible el paso definitivo hacia la profesionalización”. Y que nadie se equivoque: Lídia Masllorens siempre había pintado, lo que cambiaría radicalmente sería la posibilidad de contar con un espacio de trabajo adaptado a sus necesidades (fuerza expansivas, por otra parte) y con un tiempo y una exclusividad que, obviamente , enseguida se verían reflejados en sus obras...
La gran Rosalind Krauss, en uno de sus ensayos sobre fotografía, señalaba una característica de los autorretratos que a menudo pasa desapercibida: el artista, por razones obvias, nunca se representa trabajando. Lo que representa, en realidad, es su “acto de mirada”, una mirada que puede parecernos profunda y escrutadora pero que no deja de ser algo perfectamente estático. Por eso, insistía Krauss, fueron tan importantes y reveladoras en su momento las imágenes que Hans Namuth obtuvo, alrededor de 1950, en el estudio de Jackson Pollock: “Por primera vez —explicaba Krauss— se mostraba el artista en el ejercicio de su célebre método, desplegando y arrojando pintura sobra el lienzo extendido al suelo de su taller, en un ballet de gestos rápidos que parecía borrar toda posibilidad de intervención del análisis o de la reflexión”. Acababa de nacer el Action Painting, un término indisolublemente unido a una nueva concepción de la superficie pictórica que, para entendernos, pasaba a ser algo similar a un escenario, a un ring de boxeo o, puestos a llevarlo al límite, en un imprevisible campo de batalla.
El artista baila, lucha, se despliega o, en definitiva, actúa. Lídia Masllorens lo tiene claro: "Es el momento, mientras trabajo, lo más importante para mí". Pintura y acción se confunden hasta el punto de que es el cuerpo quien pinta y no la mente: “Hace tiempo que los pinceles no me parecen suficientes. Cuando trabajo, necesito utilizar todo el cuerpo y herramientas que hacen palanca, utensilios aparentemente poco sofisticados pero muy efectivos a la hora de capturar los gestos... Por eso pinto en horizontal: necesito integrarme en la obra mientras la hago, formar parte”. Nada menos: Masllorens no vive “de” o “por” la pintura sino que vive “en” la pintura. La idea, más allá del juego de preposiciones intercambiables, ya la había enunciado de forma clarividente Karl Kraus (nada que ver con Rosalind) a propósito de la poesía de Heinrich Heine: “Heine —afirmaba el escritor— ha convertido en magia la maravilla de la creación lingüística. Ha creado lo más elevado que se puede hacer con el lenguaje; por encima está lo creado desde el lenguaje”.
Crear desde el lenguaje tiene su paralelismo a crear desde la pintura: más allá de lo representado (en el caso que nos ocupa, casi siempre rostros), hay una serie de elementos plásticos que son exclusivos de la disciplina. Mark Rothko —por poner un ejemplo de pintor que también era un magnífico escritor— lo explicaba con absoluta precisión en sus manuscritos: “La plasticidad [en pintura] se logra mediante una sensación de movimiento, tanto hacia el interior de la tela como fuera en el espacio anterior a la superficie del cuadro. En realidad, el artista invita al espectador a realizar un viaje dentro del ámbito de la tela: éste debe moverse con las formas del artista, hacia dentro y hacia fuera, por debajo y por encima, en diagonal y en horizontal. […] Este viaje constituye el esqueleto, el marco de la idea; debe ser, por sí mismo, suficientemente interesante, sólido y estimulante”. O, dicho de otro modo: la plástica es la forma “natural” que tiene la pintura de trascenderse.
Quizá por eso los retratos interesan tanto a Masllorens: porque son la única parte del cuerpo que siempre se muestra desnuda. Teóricos como Jean-Luc Nancy dedicaron ensayos enteros a la cuestión del rostro: según el filósofo francés, la mirada del retrato no se reduce al ojo que mira aislado del resto de la figura, sino que es la figura al completo la que da la mirada. Se trata de una forma de autonomía que sólo se da en la pintura de rostros. En palabras de Nancy: “La autonomía formal de la figura compromete a la autonomía del sujeto que se da en ella y como ella, como la interioridad del lienzo sin profundidad y, en consecuencia, también como la autonomía de la pintura que, ella sola, hace aquí el alma. La persona, efectivamente, está en el cuadro”.
Conversar con Lídia Masllorens te reconcilia con la práctica de la pintura y te pone en valor elementos que hoy, por los motivos que sea, han perdido credibilidad, empezando por la plástica de la que hablaba Rothko, pero pasando también por las distintas formas de temporalidad dilatada (este tiempo de la pintura tan diferente al de la vorágine digital), la intuición, el azar y el accidente o, en definitiva, todas las imágenes de la fragilidad extrema que nos acaban definiendo como signos caligráficos —rostros sólo insinuados— de una contundencia tan acentuada como efímera. El eco de la batalla que Masllorens libra en cada obra es lo que nos llega a través de todos y cada uno de sus trabajos.