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Dolça Abella

UN VIAJE EN BUSCA DE LAS MEJORES FLORES
Por Cristina Gaggioli Fotos Andrea Ferrés

La noche es oscura. En medio del Cap de Creus reina el silencio, sólo roto por las olas que estallan imparables de fondo en las rocas costeras. Por el camino se oye un motor que se avecina. Es el jeep de Laura y Sergi que, con un remolque cargado con una treintena de cajas de abejas, afronta un viaje muy especial.

Ambos son el alma de Dolça Abella, una pequeña empresa familiar de Crespià dedicada a las abejas, a las que cada año, cuando empieza el calor, acompañan en trashumancia desde el Cap de Creus hasta el Pirineo, y desde las Gavarres hasta las Guilleries. Un traslado que es toda una aventura, pero que permite a los insectos vivir, trabajar y producir en el mejor entorno posible, allá donde hay más flor y lejos de contaminantes, plaguicidas e insecticidas.

Las abejas nos lo dicen todo, aseguran. «Gracias a ellas sabemos cuál es el momento adecuado para empezar el viaje.» Cuando ellas han percolado la miel, es decir, la han tapado con una capa de cera, ya se puede recolectar, tapar la colmena y preparar el traslado. Pero hay que esperar a que el sol se ponga y todas hayan vuelto a la caja, con el resto de la colonia. En ese momento, los dos apicultores cogen las que tienen instaladas en el Cap de Creus, aprovechando la buena temperatura de la noche, y suben carretera arriba para colocarlas en las nuevas ubicaciones de montaña. Es la forma de afrontar los meses de calor, aprovechando el fresco y las flores que allí todavía se mantendrán.

La operación se repite desde las Gavarres hasta Guilleries, y en septiembre al revés para devolverlas todas a los lugares de origen. Al año, Laura y Sergi desplazan unas doscientas colonias. Toda una proeza que sólo es posible porque la viven como una vocación, una pasión, una manera de entender cómo quieren que sea nuestro entorno y, de paso, nuestro mundo.

Este vínculo empezó de forma casi anecdótica, cuando Sergi compró un par de colmenas con un amigo, cuando tenía dieciséis años. Leyendo varios libros, aprendieron las nociones básicas de apicultura para poder hacer las primeras pruebas y sacar miel, pero al cabo de un tiempo las ganas de descubrir nuevos entornos le llevaron a tomar una autocaravana y pasarse varios años viajando por Europa. Sin embargo, las abejas no se movieron de donde las había dejado y cuando al cabo de los años, ya con Laura, volvió, las encontró exactamente en el mismo lugar. «Las cogimos y las llevamos a casa, en Crespià, pero hacían muy poca miel y empezaron a morirnos. En ese momento no sabíamos, pero fue entonces cuando empezamos a buscar alternativas.»

La primera ubicación que probaron fue en la montaña de la Virgen del Monte, en la Alta Garrotxa. El lugar estaba alejado de campos donde se trabajara con insecticidas y plaguicidas químicos, lo que permitía que las abejas pudieran acercarse a flores libres de cualquier contaminante. Fue bien y decidieron seguir buscando otros sitios alejados de todo. Se pasaron un buen puñado de años con la furgoneta arriba y abajo, observando cada montaña, cada prado, cada rincón y analizando si podía ser una buena ubicación para sus abejas. Preguntaban a los campesinos de la zona e intentaban localizar quiénes eran los propietarios de cada terreno. «Es muy difícil encontrar sitios nuevos. Lo complicado es averiguar de quién es la tierra, porque a veces es gente que vive lejos de aquí, en el extranjero.» Pero cada año han conseguido anotar un enclave más en su lista y ahora, que hace ya diez años que Laura y Sergi trabajan con las abejas, la lista tiene un buen puñado de ubicaciones.

Con los años, Laura y Sergi se han convertido en los ángeles de la guarda de sus colonias de abejas. Buscan los lugares más lejanos y vírgenes para que puedan vivir tranquilas. Suelen ser zonas silvestres, sin casas, sin empresas, sin granjas, y con un elemento costoso de encontrar: oscuridad por la noche. Pero parece que cada día se lo ponen más difícil. Proyectos como la construcción del parque eólico Galatea en la Albera pisan y amenazan a estos santuarios. «Es donde realizan estos proyectos siempre. Quieren arreglar el planeta destruyendo las pocas zonas silvestres que nos quedan», explica Sergi.

Probar las mieles que preparan en el obrador de Crespià, en el Pla de l'Estany, es evocar inevitablemente todo este proceso. Saborear la miel de cabeza de asno del Parque Natural del Cabo de Creus, la de brezo del Paraje Natural de las Gavarres, la de montaña de la Albera, la de primavera de las Gavarres, la multifloral de la Alta Garrotxa, la de castaño de Guilleries o del tilo del Pirineo es trasladarse a estos paisajes y hacer valer el trabajo artesanal de una pareja que la empezó como afición y acabó convirtiéndola en un oficio, en una pasión, en su vida.

Pero una pasión que no sólo recibe la amenaza del urbanismo desbocado, sino también de la propia naturaleza. El imparable parásito de la varroa está fulminando colonias en todo el planeta, también las de Dolça Abella, y la sequía complica cada año más la búsqueda de las flores que las abejas necesitan. Flores como la lavanda, el romero, la cabeza de asno, el brezo, el castaño y el chipell sufren cada año más con el calor y se hacen más difíciles de encontrar que hace unos años. No son pocos los apicultores que, cansados ​​de tantas dificultades, deciden desmantelar las cajas, colgar herramientas y abandonar el trabajo.

Laura y Sergi lo ven de cerca, pero se mantienen, y por eso su labor aún tiene más mérito. Y más si tenemos en cuenta que todo el tratamiento que aplican a las abejas es de producción integrada. No utilizan antibióticos ni ningún otro producto químico. Todo lo contrario, intentan que sean productos de rápida degradación y de residuo cero y, pese a tener las abejas esparcidas por el territorio, tienen muy en cuenta el kilometraje para intentar dejar la mínima huella posible. Y tanto esfuerzo recibe siempre la recompensa que merece. Recientemente, el Tercer Concurso de Las mejores mieles catalanas les ha otorgado el primer premio a la mejor miel de montaña de Cataluña.

Si nos lo permite, sin embargo, déjenos recomendarle no sólo su miel, sino también una visita a sus instalaciones. Será con esta experiencia que vivirá de cerca el contacto con las abejas. Vestidos como auténticos apicultores, abrirá las cajas y descubrirá de dónde salen todos los productos que después encontrará ya envasados, como el propóleo, el polen, los ungüentos, las velas, las panales o el vinagre de miel. Pero también podréis escuchar a dos personas que aman no sólo sus abejas, sino también nuestro territorio y nuestro planeta, y que han aprendido de los sabios de antes cuál es la mejor manera de tratarlos si queremos seguir disfrutando de ellos muchos años. más.

Sin duda, Laura y Sergi hicieron toda una declaración de intenciones al elegir el nombre para su empresa. Dulce abeja, porque el producto al que se dedican es el colmo de la dulzura, pero también porque ésta es la calidad que ponen en el trato con estos pequeños animales. Tanta que incluso las acompañan en una trashumancia que poca gente sabe que existe.