Manolo Ballesteros (Barcelona, 1965) se proyecta más en el exterior que en nuestro país. Quizá por eso ha acabado escogiendo el Empordà para vivir y trabajar: como espacio de receso es inigualable. Algo al margen de las dinámicas alienantes de la ciudad, la casa familiar de Vilatenim es el lugar donde su pintura ocupa el espacio, lentamente pero sin pausa. Colorea el espacio y esculpe lo visible: sus últimos trabajos nos hablan de un arte expandido que, en el fondo, es sinónimo de madurez.
Siempre debería poder traspasarse un jardín, razonablemente asilvestrado, antes de entrar en el estudio de un artista, ese espacio de trabajo donde el despojamiento ocurre sin alternativa. En Vilatenim, enganchada a Figueres por la vorágine constructiva (el eufemismo utilizado por los geógrafos es conurbación), todavía se respira alguna forma de calma atemporal, quizás gracias al cementerio, flanqueado por cipreses indiferentes a la caducidad humana (ellos, que son de crecimiento lento y hoja perenne), o en la iglesia de San Juan (una única nave románica tan oscura como el infinito que evoca): la piedra, que pesa mucho, cede a la presión obstinada de la vegetación para abrirse, por último, a la luz y al espacio que Manolo Ballesteros habilita. El artista da luz y hace aire con sus trabajos y, cómo no, se inventa una realidad que no sólo funciona como alternativa...
De hecho, el tópico nunca se cansa de hablar del estudio del artista como de una especie de oasis donde la autarquía hace posible la creación. También suele verse en el espacio de trabajo una representación, más o menos precisa, del individuo que lo ocupa: un ser sobrio, en principio, es el habitante de un universo ordenado, mientras que el caos, en todas sus formas, es el ámbito idóneo para los espíritus enraizados. Las excepciones vendrían a confirmar la norma. En todo caso, como afirmaba Michael Peppiatt, lo único seguro es que "el atelier, pour un artista, c'este presque toujours le centre du monde". Nada menos: más allá del tópico, ordenado o caótico, luminoso o críptico, espacioso o minúsculo, accidental o premeditado, urbano o salvaje, antiguo o nueve de trinca, un estudio es siempre y en todo caso una cámara propia que nos dice más sobre su propietario de las que, posiblemente, estaría dispuesto a confesar.¿Y qué nos dice el espacio de trabajo ubicado en el centro de Vilatenim? Nos habla, en primer lugar, de coherencia. Coherencia con una forma de pintura que naturalmente hibrida con la escultura o, para utilizar la terminología de Rosalind Krauss (Sculpture in the Expanded Field es de 1979), se expande en todas direcciones. Y es que, en el fondo, lo que primero cuestiona el trabajo de Ballesteros es, precisamente, la figura del autor y, por extensión, los límites de la obra: es como si el concepto de «obra expandida» fuese necesariamente unido a la idea de un “autor expandido”, algo según la célebre caracterización hecha por Foucault, diez años antes que Krauss, según la cual sería más oportuno hablar de un “instaurador de discursividad” (en la medida en que “ su función de autor excede su propia obra”). La idea es aparentemente sencilla: no se trataría tanto de formular las reglas de algún hipotético juego como de habilitar el espacio donde éste pueda llevarse a cabo. Lo explicaba a la perfección Miquel Molins: “La pintura de Manolo Ballesteros es fácil y difícil de ver. Nada dice en el sentido de la relación tradicional entre la imagen pintada y su referente en el mundo, no proyecta sino la superficie en sí, sus cualidades físicas, su materialidad, es sólo —y eso ya es mucho— presencia, una espléndida presencia. Pero, en su dimensión estética, es también, y sobre todo, refugio de lo simbólico, del espíritu y de la emoción”.
En este sentido, y contra pronóstico, Ballesteros acaba siendo un autor políticamente comprometido. No nos referimos, obviamente, al compromiso de feria tan habitual hoy en día en los centros de arte clónicos de nuestro pequeño país (hecho de eslóganes y de bultos o de imágenes tan evidentes como repetitivas) sino del compromiso sutil, a veces casi imperceptible, con la propia condición humana. Nos lo recordaba la filósofa Laura Llevadot no hace mucho: “En el juicio estético se pone de manifiesto parte de lo que somos, de cómo somos, de lo que quisiéramos ser. De ahí que el juicio estético sea también político”.¿Y cómo somos, según Ballesteros? Pues no demasiado diferentes a aquella persona perfectamente iluminada por el genio de Blaise Pascal, es decir, un ser medio y medio situado entre dos infinitos: cuando aspira a lo superior, cae en el inferior y, en cambio, cuando se sumerge en el inferior, una luz la eleva hacia lo superior. Entre el ángel y la bestia, su realidad transcurre en el mundo en un equilibrio precario, ya que la naturaleza humana “es depositaria de la verdad y cloaca de la incertidumbre y del error, gloria y residuo del Universo” . Razón y sensibilidad o, como él lo llamaba, espíritu de geometría y espíritu de finura: su complementariedad no sólo es deseable sino que fuera de ella toda actividad humana carece de ese equilibrio tan característico de las obras de Ballesteros: espíritu de geometría que permite al entendimiento proyectar sus construcciones lógicas y espíritu de finura que hace posible flexibilizar las estructuras que inventamos para soportar el mundo.
De esto se trata: Manolo Ballesteros utiliza la geometría para hablar del hombre, de su capacidad para generar espacios simbólicos, escenarios mentales y, también, de los límites que encuentra esta razón ordenadora cuando brega, por ejemplo, con los imperativos de la materia: es en este punto donde las mallas o las ortogonales, las líneas paralelas y las simetrías, se convierten en cosas y, mediante su cosificarse, se sitúan en ese espacio intermedio pascaliano donde vivir con cierta dignidad todavía parece posible .